A mitad de camino las vio.
Una era una mujer de mediana edad, obesa; mejor dicho, gorda, absolutamente y rematadamente gorda, sin medias tintas; con unos brazos rollizos, unas piernas enormes, un vientre abultado y dos gigantescos senos sobre él. La otra podía ser su hija, o una hermana, porque era más joven, mucho más joven, pero estaba igualmente gorda para sus años, con la diferencia de que, a causa de ello, lucia un esplendido escote, SIN COMPLEJOS.
Lo más curioso era que iban por la calle comiéndose un fantástico helado y RIENDO.
Reían sin parar, abriendo la boca, ofreciendo toda su abundante felicidad a los que, como ellas, las miraban por la calle.
Las vio pasar, alejarse, darle lametones al helado, reírse.
Como si tal cosa.
Felices.
Ella, con solo un par de kilos demás, había empezado sus regímenes, y ese fue el comienzo del detonante. Después, las frustraciones, la culpabilidad, el progresivo hundimiento de su animo, las ganas de morirse, el delicado equilibrio de todo un mundo que acabó convergiendo exclusivamente en sí misma y así, el inexorable declinar hacia el abismo.
Aparto esos recuerdos de su mente. Y le dio la espalda a aquellas dos mujeres.

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